Los Desastres de la Guerra: La Distancia Justa

Felipe Hernández Cava | 2012

Hace unos años, bajo la dictadura de Franco, todo progresista español que se preciara tenía en alguna habitación de su casa la reproducción del Guernica de Picasso, a veces como parte de un retablo en el que había también un poster contra la guerra del Vietnam, o simplemente antiimperialista, y la imagen de ese nuevo Cristo laico, el Che Guevara, Sábana Santa del foquismo, que tomó Alberto Korda, y al que más adelante veríamos yacente evocando a otro Cristo: el de Mantegna.
Lástima me digo a veces, desde mi trabajado y depurado escepticismo actual, que no haya mitos para la tercera edad con los que pueda adornar hoy mis paredes.

Guernica, la obra del genial Picasso, que le pagó con generosa largueza la República acorralada, allá en 1937, nos parecía uno de los mayores alegatos posibles contra el horror que son todas las guerras, despojadas progresivamente de aquella aureola heroica con que los hechos bélicos se nos habían narrado durante siglos, para lo que nunca faltaron rapsodas, y en las que el padecer del pueblo se daba por irremisiblemente descontado como parte lógica y consustancial de la contienda.

Y, sin embargo, la contemplación de aquel trabajo de Picasso, que hacía referencia a uno de los primeros bombardeos sobre una población civil para provocar su amedrentamiento, era soportable. ¿Sólo por su grado de abstracción?, me pregunto. ¿Sólo porque nació ya para ser un símbolo, o un cartel, antes que un espejo en el que se refleja lo pavoroso? ¿Quién aguantaría, en cambio, la visión continuada de algunos de esos grabados de Goya sobre la guerra que nos han convocado aquí con el pretexto de ese gran trabajo de Demián Flores? ¿Por qué “la estampita” de Picasso, como lo llamó un provocador, era tolerable y la estampación de Goya no lo hubiera sido?

A lo largo de mi vida no he dejado de escuchar la polémica entre historiadores y creadores, ya fueran estos últimos pintores o escritores, acerca de cuál era el oficio que permitía acercarse más a la verdad, si es que la misma no es una entelequia. A juicio de los primeros, es el historiador el que busca la distancia justa para comprender lo acaecido: ni demasiado lejos, con lo que su comprensión sería nula, ni demasiado cerca para no alterar los hechos que está estudiando.
Aunque también he comprobado de primera mano algo que ya intuía cómo se tuercen muchas de esas investigaciones en nombre de la ideología. Recuerdo todavía a uno de los más afamados historiadores españoles del siglo XX, de formación marxista, ufanándose en privado de cómo alteraba siempre que podía la importancia de los anarquistas en sus ensayos.

A juicio de los segundos, los creadores, en cambio, y singularmente cuando son contemporáneos de los hechos, ellos son los espectadores más privilegiados para interpretarlos de forma más completa y menos problemática... o lo que es igual: desde la distancia precisa para que aquello nos resulte, si no más verosímil, por lo menos más veraz.

Picasso, a mi parecer, y sin que eso le reste un ápice a su genialidad, pinta desde demasiado lejos -un poco menos cuando el erotismo o directamente el sexo están de por medio- y se impone con sus imágenes, sobre todo se impone. Hasta podríamos decir que sus obras gritan, gritan como se dice que voceamos los españoles, tan dados a envolvernos en el ruido: “toma, aquí tienes un Picasso... aprécialo o recházalo, como prefieras, pero no trates de dialogar ni conmigo ni con él”. Le siento, aún admirándole, como no podía ser menos, tan lejos como debió percibirle aquella República en armas después de que le nombrara director del Museo del Prado en plena guerra sin que nunca se le viera acercarse por el Madrid sitiado. Es, ya digo, alguien que se toma su buena distancia con respecto a todo: la República española, los nazis que ocupan París, el comunismo (a pesar de que homenajeara a Stalin cuando se entera de su muerte), sus mujeres cuando pierden la condición de sus amantes...

Otros, en cambio, como el fotógrafo Robert Capa, que nos ha dejado su particular icono del antibelicismo, ese miliciano republicano que cae abatido en Cerro Muriano, provincia de Córdoba, se trate o no de una foto preparada a mayor gloria de la propaganda, se acercan demasiado.

Él llegó a decir, incluso, que echarse tan encima era la única manera de evitar que una imagen fuese una mala imagen. Pero a mí se me antoja que su personalidad contamina demasiado los testimonios de su Rolleiflex. Y ni siquiera en sus imágenes más sosegadas dejo de advertir cierto vértigo por comprender instantáneamente lo que está sucediendo a su alrededor. Un poco, aunque sin la majestuosidad del húngaro, claro, como esos locutores de televisión que informan en los noticieros de lo que está pasando para rendir culto a la instantaneidad de la información como valor supremo. “Estoy aquí y con eso está todo dicho. Ni tengo obligación de analizar. No tengo nada más que añadir”.

Y luego están también los artistas del azar: aquellos a los que la distancia se la imponen súbitamente los hechos, como ese otro fotógrafo, en este caso vienamita, Nick Ut, que se encontró con una niña de nueve años que avanzaba por una carretera gritando por el dolor del napalm que le quemaba la piel, posiblemente la última imagen, cronológicamente hablando, que pudo conmocionar al mundo, mostrando la fea faz de la guerra (no nos engañemos afirmando que esa foto fue la que la detuvo), la última imagen, digo, antes de que el poder se afanara en escamotearnos el horror… a veces hurtándonoslo simplemente por censura (¿dónde están las imágenes de los bombardeos aliados que llevaron vendavales de fuego a las ciudades alemanas a punto de terminar la segunda guerra mundial?), a veces por asfixia de las imágenes que aún poseen algo de esa fuerza que no sabemos de dónde viene entre millones de imágenes devaluadas (las de Shomei Tomatsu, que acaba de fallecer, y Ken Demon, sobre las secuelas del bombardeo atómico sobre Hiroshima), y a veces convirtiendo ese espanto en una mera representación pornográfica que se vale de la obscenidad de la contemplación de las víctimas (como, sin ir más lejos, vemos en algunos medios mexicanos al tratar esa violencia cotidiana que debería resultarnos insoportable, tan insoportable como la que nos descubren los grabados de Goya o las paráfrasis estampadas que de ellos hace Demián Flores.

Y vuelvo a preguntarme, desde este presente en el que por acción de unos o por omisión de otros, las imágenes se degradan a pasos agigantados (hasta el punto, más que hiriente, de que algunos intelectuales quedaran fascinados ante el valor estético- simbólico del derrumbamiento de las Torres Gemelas un 11 de septiembre), ¿qué tienen “Los desastres de la guerra” del español para que el Mal nos aparezca tan desenmascarado y tan retador para nuestras conciencias?

Hace cuarenta años, más o menos, estaba contemplando en la televisión española una mínima semblanza de Goya que había dramatizado el escritor Antonio Gala. Nos mostraba al artista reflexionando mientras un carruaje lo alejaba de Madrid camino de Francia gracias a un permiso del nefasto monarca Fernando VII para tomar las aguas en Plombières, un permiso que el pintor había solicitado por escrito el 2 de mayo de 1824, dieciséis años después justo de que otro 2 de mayo, aquel de 1808, el mundo se conmoviera ante el levantamiento del pueblo español contra el invasor francés, un levantamiento de cuya espontaneidad yo siempre he dudado, escéptico como soy, pero sobre todo intrigado por las idas y venidas en los días previos y aquella misma mañana por lugares claves de la capital de un espía de aquel rey, secuestrado ya, como sus padres, en suelo galo.

Al final de aquel programa, la voz del Goya de ficción decía dirigiéndose a su país, a su pueblo: “Prefiero echarte de menos desde lejos a tener que echarte de más, quedándome contigo”, lo que bien podría haber sido una de las magníficas letras de José Alfredo Jiménez.

Yo no voy a hablarles de la biografía de Goya ni a analizar sus Desastres de la Guerra, en primer lugar, porque sé bien que estoy entre gente cultivada que conoce lo fundamental de la primera, desde su nacimiento en Fuendetodos Aragón, España, en 1746 hasta su muerte en Burdeos, Francia, en 1828, y en segundo lugar porque otros -pienso en los textos, en el mismo catálogo de la exposición de Demián Flores, de Fernando Gálvez de Aguinaga, y de Lluvia Sepúlveda - han hecho lo segundo, analizar esos grabados, mejor de lo que yo podría hacerlo.

A Goya lo llevamos de aquí para allá desde hace casi doscientos años, interpretándolo a cada momento según nos ha convenido, ya fuera como un romántico avant la lettre (causan sonrojos muchas cosas que se han contado de él, especialmente durante su estancia en Italia, tanto sonrojo como aquella película hollywoodiense en la que lo interpretaba Tony Franciosa, “La maja desnuda” de Henry Koster (1958), y que terminaba con la entrada de Femando VII en el Palacio Real al grito coral de “olé” de su guardia, sable en ristre) o, henos aquí frente a la actitud más frecuente y mentirosa, como un hombre comprometido políticamente que retrata con mordacidad a los monarcas para los que pinta y alaba la condición revolucionaria del pueblo, interpretación que debemos a intelectuales como el francés André Malraux que le llamó “nuestro gran poeta de la sangre”, y ya se sabe que, en cuestión de derramamientos de la misma, los españoles, a nada que dejamos por un momento la soledad, parecemos tan proclives con tal de sorprender al universo ...

Goya no tiene inquina a la realeza: se trata lo justo con Carlos III, se lleva muy bien con Carlos IV y su mujer, María Luisa, a los que está agradecido, e incluso los embellece sin mentir hasta donde puede (comparen sus imágenes de la reina, con esos brazos de los que ella tanto se enorgullecía, con las de Vicente López, por ejemplo), y es Teófilo Gautier, con su “boutade” de que el cuadro de “La familia de Carlos IV” parece el retrato del panadero de la esquina y su mujer después de haberles tocado la lotería, el que empezó a desvirtuar nuestra mirada; Goya convive sin implicarse demasiado con José I Bonaparte (que le condecora y para el que trabaja, seguramente a su pesar, en la selección de los mejores cuadros para ser robados por el invasor); y sólo recela de Fernando VII porque le conoce demasiado bien desde que era pequeño, tan bien como su madre que, cuando Napoleón reúne en Bayona a toda la familia real, ahora sí secuestrada al completo, le pide encarecidamente al emperador francés que mate a su hijo.

No obstante lo cual el pragmático Goya hará un último viaje desde Burdeos a Madrid, con el cuerpo más que baqueteado por la edad, para gestionar el retraso en el pago de su pensión real, viaje del que nos queda un hermoso retrato que le hizo Vicente López.

Y Goya no tiene tampoco idealizado a ese pueblo, con el que comparte tantas aficiones, entre ellas la pasión por los toros y por cualquier fiesta, y cuyas supersticiones tan hondamente conoce, y del que él, que no es uno de sus humildes hijos, como la mitología más arrumbada también ha pretendido, ha procurado socialmente alejarse todo lo que le fuera posible.

La grandeza de Goya está, a mi entender, en que, como su admirado Velázquez, es un pintor que se funde con lo que hace: ésa es su distancia, su distancia justa. Cuando miro a nuestros gigantes pictóricos andaluz y aragonés, con casi un siglo de por medio entre ambos, autorretratándose junto a la familia real de turno -Austrias unos, Borbones otros-, y más allá de lo que ello conlleva de reivindicación de su papel profesional en esa corte, tengo la sensación de que, desde esa fusión con lo pintado en la que se han colocado, me están diciendo: “tú nos miras desde donde yo estoy mirando; estoy aquí dentro, sí, pero estoy también dónde estás tú”.

Para un hombre que aspira a esa invisibilidad la sordera que le tomó como cautivo a los 44 años, debió ser incluso un gran auxilio, tormentoso y terrible, sí, pero no menos valioso para alejarle de la retórica habitual de los poderosos y del griterío del populacho (populacho, así lo bautizó en una estampa de la crueldad), al que tan profundamente comprendía, porque a Goya le hace grande también, sin duda, esa empatía con lo popular, con sus alegrías y con sus desgracias, aunque me lo imagine yo como a Stendhal diciendo: “Amo al pueblo, y detesto a los opresores, pero sería para mí un sacrificio vivir a todas horas con el pueblo”.

Goya, en efecto, conoce muy bien a ese pueblo, igual de bien que le conoce el tirano Fernando VII, que sabe que, mientras un grupo de políticos e intelectuales está acorralado en Cádiz imaginando entre nada disimuladas reyertas la mejor de las constituciones posibles, la de 1812, la España real, la de la muchedumbre, se está batiendo con un celo pasmoso no por una mayor libertad sino por su Dios, por su patria y sobre todo por su deseado rey, un rey cuyo conocimiento Napoleón lamentará habérselo escamoteado a los españoles: “Convengo en que no acerté al secuestrar al joven Rey en Valencay, comenta el emperador, sino que debí dejar que lo conociese todo el mundo para desengañar a los que se interesaban por él. Cometí, sobre todo, el error de no consentir su continuación en el Trono. Las cosas hubieran ido de mal en peor en España y yo me hubiera adquirido el título de protector del viejo soberano dándole asilo en mi imperio”.

Goya prefigura para muchos la modernidad pictórica (el impresionismo, el expresionismo, el surrealismo, hasta el pop llega a insinuar Robert Hughes en su tan amena como discutible biografía), pero para mí, como acaece con otros ilustrados de la época, lo que avanza es eso que hemos convenido en llamar la Tercera España: la que, en este mi país de extremismos, se niega a ponerse del lado del blanco o del negro, o del rojo y el azul, sin ambages, sin medias tintas, porque algo dice que hay que ser toda la vida y en todo instante persona de una sola pieza, sin dudas ni reticencias. Estoy pensando ahora mismo en la política socialista Clara Campoamor o en el periodista Manuel Chaves Nogales durante nuestra guerra fratricida de 1936.

Y eso también le hace grande a Goya, que no es que sea equidistante, como es propio de los tibios ante cualquier conflicto, sino que se ha fundido tanto, hasta hacerse invisible, repito, entre unos y otros, porque conoce la condición poliédrica de sus caras, y le sobra añadir además la suya.

No me importa si Goya vio o no de primera mano lo que dibuja en esos desastres, aunque titule uno de ellos “Yo lo vi” para conferir mayor credibilidad a lo plasmado. Dejo a otros, porque sé que les place, esa imagen romántica del artista tomando apuntes de primera mano, de acá para allá, a la espera de un rayo de luna que ilumine a los muertos de los desmontes de Príncipe Pío, levantando acta de los fusilados el 3 de mayo por los hombres del general Murat, mientras su fiel y timorato criado Isidro le guarda con un fusil.

Como siempre he dejado a otros la interpretación de esas pinturas que plasma en la pared de aquella Quinta del Sordo (llamada así porque su anterior propietario era sordo, no por Goya, y a las que nos hemos permitido ponerles hasta títulos), en las que los especialistas leen a menudo los fantasmas que ellos quieren hallar más que los irresolubles demonios familiares de un hombre que se nos escabulle voluntariamente a cada momento.

Goya conoce bien a los de su especie, a la estirpe de Caín y a la de Abel, porque se ha interesado por ella hasta el desengaño, que es como se llamaba la calle en que tuvo un estudio, y no necesitaba extraer esas imágenes de la realidad, aunque viera algo camino de Zaragoza cuando le llamó el general Palafox, o camino de su encuentro con Wellington.
No tiene que ser como el Pierre Bezukhov de “Guerra y Paz”, que se fue a pasear por el campo de batalla para conocer la guerra de primera mano, y a través del cual Tolstoi pensó que hubo allí demasiados crímenes por parte de unos y de otros para ocupar la historia de los tribunales de justicia durante siglos, o como aquellas familias del norte y del sur que salían de picnic a una loma desde la que poder asistir al choque, aparentemente entre caballeros, de nordistas y sudistas durante la guerra de Secesión de los Estados Unidos.

Él solo tiene que cerrar sus ojos para imaginarse el sinfín de violaciones y tormentos que los hombres acometen, los unos y los otros, los franceses y los guerrilleros, los ingleses y los realistas, cuando aparcan el libre albedrío que les permite optar entre el bien y el mal.

Todo ese horror está en el interior de su cabeza, aquella que le quitaron antes de enterrarle en Burdeos, con su aquiescencia o no, que eso tampoco lo sabemos, porque es humano y se sabe humano. Y porque sabe que la razón, como nos demostrarían los campos de exterminio nazis, tiene caminos que conducen al horror por los que pueden transitar hombres cultivados que un día interpretarán al piano a Beethoven mientras ordenan con un simple gesto que se gire una espita que abre la conducción del gas sobre cientos de judíos hacinados y desnudos en un simulacro de duchas.

¿A quién puede extrañarle, que pese a tener 77 años, y con un viaje tan incómodo y de tantos días por delante, se fuera a Francia después de haber visto que todo fue un día jolgorio inconsciente y decadente... y luego guerra sin cuartel (qué desgarro el que las ideas que anhelas de libertad, igualdad y fraternidad te las quieran imponer a la fuerza)... y luego rendición al absolutismo (Vivan las cadenas, y el pueblo soltando el tiro de la carroza del monarca infame para ser sus bestias de arrastre), y luego pronunciamientos para traer efímeramente un liberalismo que ahogaron los extremistas de uno y otro lado (Trágala, trágala, tú, servilón, tú que no quieres la Constitución: versión de los negros; Trágala, trágala, tú, liberal, tú que no quieres corona real: versión de los blancos; o qué decir de un grupo que se hace llamar la “Sociedad del martillo” para celebrar que con ese instrumento mataron a golpes al padre Vinuesa en la cárcel por parecerles exigua su condena)... y de nuevo, solo tres años después, el insoportable peso de la tiranía, auxiliada por las potencias europeas de la reacción?

¿Y a quién puede extrañarle que dejase atrás, en esa retirada, esas 83 planchas de “Los desastres de la guerra”, que no se imprimirían hasta 1863, 35 años después de su muerte? ¿Quién puede saber si no estaría abrazando la paz, su paz personal, en oposición a la verdad que en ellas late?

En medio de otra de nuestras cruentas guerras, la del 36-39, el cartelista Josep Renau y el pintor Ramón Gaya se enzarzaron en una apasionante polémica. Mientras el primero, excelente creador, muy en la línea del maestro alemán del fotomontaje, Hearfield, apostaba por la retórica del cartelismo de propaganda y negaba la finalidad puramente emocional del artista libre para proclamar en su lugar el acatamiento de la libertad disciplinaria, la libertad condicionada a exigencias objetivas, es decir, exteriores a su voluntad individual, el segundo, más modesto y también más receloso del partidismo a ultranza, reclamaba decir cosas emocionadas, emocionadas más que emocionantes, y puntualizaba, frente a la fórmula y al cálculo.;“Lo que ha de lograrse es expresar, decir, levantar, encender aquello que habita ya de antemano en las gentes”. El primero, el artista militante, que acogió el generoso México del general Cárdenas, hablaba de Goya como referente. El segundo, el hombre libre, sentía como Goya. Como sintieron en aquellos años treinta como Goya el pintor Solana o el dibujante Castelao, el excelso gallego que a aquellas alturas creía más en la sátira que en la pintura.

Estamos hartos de oír que una imagen vale más que mil palabras. Hoy, a ratos, ante tanta estridencia icónica, en la que se mezclan como en un pudding las imágenes que informan y las que desinforman (piensen en una sola instantánea con fuerza de la guerra de los Balcanes, y no porque no las haya), tiendo a poner en entredicho ese aserto, y me aferró con más ahínco a la palabra. Por ejemplo, cuando trabajo en documentales sobre las víctimas del terrorismo etarra huyo de la visualización de la muerte y prefiero que sea la voz de las víctimas la que me auxilie para vehicular ese dolor. De igual manera que me sobrecoge más un texto bien escrito en el que se relatan las atrocidades llevadas a cabo por los feminicidas de Ciudad Juárez que la contemplación de esos cadáveres.

Pero qué duda cabe de que en “Los desastres de la guerra” de Goya palpita algo que todavía no ha sido contaminado y que logra estremecemos.

Puede que, en buena medida, porque la masa apenas conoce esas estampas y no las ha relativizado con sus ojos, que es lo que uno de los mejores herederos de Goya, el dibujante satírico El Roto, siente que les acontece a las obras de los museos con la sobreexposición a los millones de visitantes que las mancillan, mirando sin ver, cada día.

Pero la causa última de esa fuerza reside, como he tratado de exponerles, en que Goya está invisible dentro de esos grabados, sin tomar más partido que el de las víctimas, demostrando conocer la naturaleza humana tanto y tan bien como Freud cuando, en 1929, sentencia en “El malestar de la cultura”: “El hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si le atacaran, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo”.

Como reside esa fuerza también, y abundo en ello, en que no da enérgicas voces, como me parece que hace Picasso al referirse a Guernica o la guerra de Corea, sino que su grito, y no tomen mi comentario como una paradoja, el grito de Goya, es un grito sordo, al que somos nosotros quienes tenemos que conferirle el volumen que estemos dispuestos a resistir, tan en sordina como el ladrido de ese perro semienterrado con el que convivía en una pared de su quinta junto al Manzanares.

Y como subyace también, -y sigo preguntándome de dónde extrae tamaña potencia, la fuerza, digo-, subyace en que Goya no es un testigo, sino un superviviente como ustedes y como yo. Un militante de la causa de la Humanidad y declarado enemigo, por tanto, de la otra faz de la Humanidad. Un superviviente de todas las guerras, las habidas y las por haber, siempre aplazadas hasta la próxima, siempre injustas, y en las que todos, absolutamente todos, siempre perdemos, incluso los que creen olvidarlas.