Demián Flores; Mezcal al Fresco

Santiago Espinosa de los Monteros | 2014

La obra reciente de Demián Flores abunda en un catálogo de elementos prehispánicos y contemporáneos que crean, en esa singular conjunción, una relectura de las raíces de la iconografía indígena mexicana que de alguna manera se superpone.

La multiplicidad de intereses de este autor abarcan con igual vehemencia los temas sociales, educativos, históricos y de promoción cultural en donde quienes habitan bajo la influencia de sus iniciativas se forman en plataformas donde el entendimiento de lo artístico tiene más que ver con el entendimiento del arte desde el pensamiento y su relación con lo social y comunitario, que con la simple producción superficial de objetos que bien podrían estar destinados solamente al alimento del consumo.

Flores ha preferido el camino largo para estructurar una de las propuestas más sólidas en el paisaje del arte contemporáneo mexicano. Entre sus estrategias está la de enfrentar con decisión las viejas maneras de producción de obra con técnicas altamente sofisticadas pero habitando sus piezas con narrativas de especial riqueza y referencias a una cotidianeidad que sería inexplicable sin las tradiciones y la atención a los sustentos fundacionales de las costumbres mexicanas.

Es por ello que esta serie de frescos, hechos a exigente manera ortodoxa que el medio exige, hacen una suerte de homenaje no sólo a las técnicas centenarias de producción de obra en estos soportes, sino que simultáneamente recogen una de las tradiciones más arraigadas en el pueblo mexicano que es la de la producción del mezcal, destilado de agave que ha jugado por centurias un papel fundamental en las costumbres de algunas comunidades mexicanas.

Recogiendo la enorme fuerza de esas usanzas centenarias, Demián Flores nos describe con un lenguaje contemporáneo soportado por antiguas técnicas expresivas, aquello sucedido entre la vigilia de la imaginación y su alterada relación con la realidad. Por ello vemos en su trabajo hombres con animales en el pecho como el conejo que cruza (y está…), a la altura del corazón de un danzante levitando acompañado de un paisaje herido por espinas de maguey. Sangra el paisaje porque es parte del cuerpo del danzante.

Dos hombres atados espalda con espalda no se niegan en sus posturas hostiles; por el contrario, se encuentran unidos por el sueño del mezcal; tan recio como los cabellos que fusionan sus cabezas y a la vez tan delgado como cada uno de los filamentos capilares que se han convertido ahora en puente colectivo de imaginación. Se sobrevive con el otro en tanto esté.

El hombre maguey es parte tierra y parte planta; el hombre dispuesto a ser cortado para convertirse en trago-elíxir. Dispuesto a la paciencia de cargar sobre su pasado los años de maduración de una historia, el afianzamiento de las costumbres que perviven de boca en boca, de madrugada en madrugada cuando se va al campo a ver qué ofrece ese día.

El hombre sueño que ahora tiene garras de ave y al mismo tiempo sus pies descalzos que apuradamente le sirvieron para torpemente volar. Ahora es águila, o buitre, o halcón. …y de su sexo nace un enorme quiote que vaticina su muerte. No es cualquier muerte; cuando el maguey da su flor, pone en ella todo lo que ha recibido de la tierra desde que nació. Florecer para él es morir. Lanzar la enorme, imponente columna que brota de su centro es dejar ocultos en la tierra a los hijos que pronto florecerán y a los que el maguey, aunque les haya dado la vida, nunca mirará crecer.

En esta obra se constata la lucha. Vemos a un hombre picado por las espinas del maguey que se defendió antes de morir. Hay heridos en esta contienda, algunos de muerte. Tocar a los dioses tiene su precio. Las plantas sagradas como el maguey no figuran en las biblias; habitan las leyendas.

Nada defiende mejor al maguey en su quietud que las espinas puntiagudas de sus hojas. Son su mejor arma, silenciosa pero amenazante, a la vista pero oculta debajo de su inconmensurable belleza y perfección. Privado de la movilidad tiene sólo la fuerza del arraigo a la tierra en la que ha nacido. Esa es su pequeña patria y su todo; ese diminuto terruño es la razón de su batalla que libra a muerte celoso de darnos los secretos de su entraña. Y ahí la virtud de su presencia digna en el campo.

Él está. Nosotros vamos y venimos, le rodeamos, le miramos como a la presa inerme que en vida se defiende haciendo alarde de quietud. Le sometemos con palabras de perdón en nuestras bocas y le hacemos renacer cuando por su gracia, una vez revelados sus secretos, nos permita acercarnos a la parte profunda de la tierra que él siempre buscó, aquella en la que miraba los ojos del inframundo y se hablaba de tu con las fuerzas de la tierra de la que hoy se le ha separado.

Por eso en la obra de Demián Flores hay hombres que parecerían florecer de la propia planta y aunque su torso esté mordido de espinas que le dieron la batalla, sus pies denotan una suerte de levitación hierática en la que planta y hombre son la misma cosa.

Ahora el hombre es jaguar, y es venado, y es conejo; el hombre es la naturaleza que se ha fundido en una sola entidad dolorosa: no hay sobrevivientes humanos ni del mundo de las plantas. Hay nuevos seres que son todo junto como si en una mágica amalgama se entendiese que el dolor del placer es el mismo que experimentamos cuando mutamos en otros, cuando nos fundimos con aquello que miramos; cuando aquello que miramos se apropia de lo que fuimos para convertirnos en otra cosa.

La producción del mezcal es una de las costumbres de mayor arraigo en México. Más allá de la bebida se trata de una forma atávica de sobrevivencia cuando aquello que se produce rebasa con mucho al líquido producido. Los mezcaleros son esa especie de sacerdotes que guardan las fórmulas heredadas por generaciones. Por ello momentos antes de la quema de las piñas hay rezos y devoción, por eso se quema un manojo de chiles secos, un par de puños de sal junto con ramas de Pirules olorosos y Huizaches hostiles que cuidan el campo sin importar el temporal.

Todo eso se incendia junto con las piñas; hay un nuevo significado cobijado dulcemente por los rezos en zapoteco y el olor de un singular incienso que abre los atajos con el mundo que relataron nuestros abuelos. Cuando las primeras columnas de humo comienzan a buscar el cielo al que pertenecen, se crea una singular conexión con las más viejas tradiciones. Demián Flores lo sabe, y no es gratuito que el medio seleccionado por él para esta exposición sea también uno que ha pasado por siglos de boca en boca. Nada mejor que volver a los orígenes para entender nuestro presente.