Demián Flores, pintor de Juchitán

Rocío González | Publicado en el catálogo Estucos, Casa Lamm, México | 2016

En este trabajo Demián Flores vuelve a un pasado que no es suyo pero lo define: la búsqueda de un origen: poderoso, inagotable. El Juchitán de la madre y los abuelos, con él todos los relatos, reliquias, amuletos, juegos, mentiras, trabalenguas, que fue conociendo en los regresos a ese lugar perturbador, a veces gozoso, otras incomprensible.

            En esa búsqueda encuentra las fotografías de Sotero Constantino, acaso el primer fotógrafo de Juchitán, y decide intervenir esas entrañables imágenes que todos los juchitecos veneramos porque son el rostro de nuestros abuelos y abuelas, de los tíos que no conocimos pero hemos visto por años en las mesas de los santos, de las tías que nos mostraban lo hermosas que fueron en su juventud. El libro que contiene las imágenes de Sotero Constantino está publicado por la editorial Era y el H. Ayuntamiento Popular de Juchitán, Oaxaca, en 1983. La época de estas imágenes corresponde a la década de los años 30 o 40, aproximadamente. Juchitán era entonces una ciudad pequeña, donde la gente se conocía y todos se saludaban por sus nombres o el de sus familias –importantísimo en ese contexto, ya que para decir que eras hijo de alguien, el parentesco se quedó incluso como parte del apellido; por ejemplo, si eres López, hijo de Elena, el apellido devino en López Lena, y lo que siempre te preguntan es ¿de quién eres hijo?–. La población juchiteca en los años veinte era de apenas cinco mil habitantes, según consigna Carlos Monsiváis en el prólogo a dicho libro.

Las juchitecas actuales hemos copiado los trajes que se usaban antes, inspiradas en las fotos de Constantino, e imitado la dignidad en sus maneras, en sus poses. Nos hemos sentido atraídas por esa mezcla entre lo indígena y lo tradicional que se muestra en ellas y subsiste hasta hoy. Demián Flores hace una selección de las imágenes que interviene: no elige todos los rostros, se detiene en el de las mujeres: hieráticas, inconmovibles; y en los trajes, orgullo indubitable de las tecas: trabajan y ahorran para estrenar un traje en cada vela. Las velas son las fiestas del pueblo, todos los juchitecos pertenecemos a una, sea por el apellido, el oficio o el barrio donde vivimos. Me incluyo, como si me tocara la gracia, en esta visión que Demián propone, no sólo porque he visto y encarnado el ritual de vestir un huipil y una enagua con todas sus implicaciones, sino también porque me unen lazos familiares: Sotero Constantino fue el esposo de la tía Manuela, una viejita platicadora y adorable, prima de mi abuela. El año en que conviví con ella, ambas esperaban la muerte, lo hacían con formas pausadas y elegantes; yo conocía el libro de su marido y las fotografías, le pedía que me contara de él y de cómo fue registrar ese Juchitán que comenzaba a perderse. Ella desdeñó mis preguntas y se atuvo a contarme lo contenta que se puso cuando logró obtener algo de dinero con la venta de las fotos y el reconocimiento al trabajo de su marido, aunque después se ensombreció cuando dijo que el verdadero beneficiario había sido su hijo. No insistí, para no tocar heridas que no pueden curarse.

            Demián juega. Juega con la niñez de Na Manuela, de Na Cástula, de Na Áurea y así como el fotógrafo, acomoda, dispone, construye un escenario y un momento histórico: un instante dentro de otro. Es aquel Juchitán pero la devoción es otra, aquí elimina personajes, les da la vuelta, desfigura los rostros y los ilumina, como si no quisiera que los personajes fueran reconocidos, como si pidiera que reverbere en ellos sólo una promesa. Prescinde de mostrar, por ejemplo, cuántas de estas mujeres llevan zapatos o cuántas muestran los pies desnudos, borra la opulencia o la pobreza manifiestas; prescinde de mostrar la belleza, la timidez, la juventud o el atrevimiento que se adivina en los gestos. Incorpora algunos elementos: pájaros, santos, muñecas, la virgen de la Soledad, un guerrero con tocado de conejo, motas, puntos. El discurso se construye, sobre todo, en la elección del tema y en el color; en la voluntad de transfigurar algo íntimo en algo que irrumpe, desdibuja y abre. No es mirar algo nuevo, sino mirar de nuevo.

Demián juega. Juega con sus referentes, a veces irónico, a veces curioso, como preguntándose de qué están hechas estas mujeres, tan rotundas y esplendentes: él viene de ahí, conoce esas risas abarcadoras detrás de la seriedad de las fotos. Ríe con ellas al transfigurarlas, al meterles una mano en el alma o en el cuerpo, como reirían muchas paisanas con él; pero también hurga en la melodía de este pueblo, en su voluntad de sostenerse y de inventarse a través de sus mujeres. Esa curiosidad es amplia, formula preguntas y propone acertijos, nos implica. En varias de estas imágenes las mujeres están en pares o en grupo, una al lado de otra o en alianzas que manifiestan una sororidad valiosa entre paisanas; esos “pactos entre mujeres” que hermanan sus destinos a los de sus hermanas y despliegan la fuerza de lo femenino.

Demián juega un juego serio, sin dejar de ser lúdico. Su mirada siempre es hacia los otros, es social. ¿Cómo podría no serlo en un lugar donde la vida es colectiva? Nos convoca a escuchar el eco de un pasado hambriento de símbolos y nos entrega un espejo en el que cada uno se mirará a su manera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Publicado en el catálogo Estucos, Casa Lamm, México, 2016.