Novena

Jorge F. Hernández | Milenio | 2003

Como sucede con otras pasiones que siento en el alma, profeso la religión del béisbol de manera heterodoxa. Así como soy enloquecido aficionado a las corridas de toros, sin ya no ser asiduo asistente a los tendido., así soy foroo incondicional del Real Madrid, estando lejos del Bernabeu, así también soy beisbolero, sin llevar bien la cuenta de las temporadas, los lineups y los porcentajes.

La afición al llamado Rey de los deportes me nació en medio de una ya lejana bruma, cuando aún existían los Senadores de Washington, cuya desaparición abrió un paréntesis de simpatía por los Orioles (que en español llevan el mágico nombre de Oropéndolas) de Baltimore. Mi infancia, que fue casi enteramente gringa, su cuadricula sobre un diamante que se formó en mi mente desde el primer día que presencié un juego de pelota rápida y ya cumplí 30 años enteros, de considerarme fan de los Yankees de Nueva York, pues además y al igual que Babe Ruth, me favorecen la gordura los uniformes a rayas. Con todo, no frecuento el sagrado templo del Yankee Stadium y confirmo así que profeso religiones por ósmosis, televisión, videos, películas…pero sobre todo a través de libros.

De las varias Biblias que apuntalan mi fervor beisbolero baste mencionar la espléndida antología sobre textos de jonrones, compilada por el dinámico George Plimpton bajo el título Home Run y el muy abultado volumen Baseball, editado por Nicholas Dawidoff, que reúne una espléndida antologíaa de textos literarios sobre ese deporte que tanto y tan bien ha fascinado a mentes sensibles y a sensibilidades despiertas. Ahí está el largo poema, por demás épico, “Casey at the bat“, obra única de Ernest Lawrence Rhayer, buenas parrafadas de novelas, indispensables como The Natural de Bernard Malamud y Undeground de Don DeLillo, o párrafos sueltos firmados por Stephen Phillip Roth que son como hits batedos directamente al leve montículo de cualquier intelecto. Vale mención auí el ingenioso juego de naipes de tema besbolístico que se invetara Paul Auster para intentar sali de sus épocas de hambre y la espléndida novela The Veracruz Blues, de Mark Winegardner, que narra la época remota y dorada en que el béisbol mexicano se erguía como el mejor del mundo, nutrido por el heroico apostolado de los jugadores negros que tenían prohibido jugar en La Grandes Ligas de los Estados Unidos.

Ahora ha llegado a mis manos un lindo librito que recoge nueve miradas literarias sobre el béisbol, bajo el título de Novena y compilado por Miguel Flores Ramírez. El ya muy necesario volumen acompaña la exposición del pintor y grabador oaxaqueño Demián Flores Cortés (quien además ilustra la páginas de este catecismo beisbolero). Aquí hay nueve textos-nueve netradas de imaginación en verso y prosa, salpicadas por aforismos de verdadera filosofía que lanzara al aire el inolvidable cronista Pedro El mago Septién, otrora ministro y ahora mártir de esta religión: “las grandes tragedias se escriben con dos outs“, “La jugada genial: un relámpago que se desvanece“ o “Contra la base por bolas no hay defensa“.

Como irredento devoto a las aguas del azar, que marcan la cuadrícula impredecible de las conciencias, soy presa de este libro que registra todas las emociones, duelos, quebrantos y felices lances que emanan de la cábala beisbolística: tres Stripes, tres outs, nueve jugadores, nueve entradas, tres por nueve igual a veintisiete outs. Como lector agradecido saboreo en estas páginas la sensibilidad, nostalgia, inventiva y gracias con la que poetizan y prosan Alberto Blanco, Antonio Caler-Grobet, Francisco Hernández, Eduardo Lizalde, Alejandro Ortiz González, Raúl Renán, Gerardo de la Torre o Julio Trujillo. Pero sobre todo, evoco con nostalgia el ya muy leído y querido poema “Los duelistas“ de Jomí García Ascot. Me leo en estas páginas con el mismo ánimo con el que juega imaginariamente quien está sentado en los bleachers, de un estadio: la misma sincronía y las idénticas emociones, como caundo siento que puedo faldear una pelota como si yo fuera Derek Jeter o convertir otra en satélite espacial, bateándola fuera de cualquier paruqe, como si yo fuera negro y me llamara Reggie Jackson.

Me resigno a ver, pues ya es probado que no juego nada, como quien acepta que es mejor leer que leerse, sin poder dejar de ser un necio que escribe. Me puedo jactar de haber publicado ya un cuento sobre un raro juego de béisbol ranchero, donde los jugadores sabaderos tuvieron a bien pintar las rayas de la cancha con cocaína pura que ellos habías confundido con cal o harina que venía en unos costales de una vioneta caída en plena selva veracruzana. Pero ,o cierto es que leo los textos de Novena desde el bullpen donde sé que prepara mi mente algún futuro texto sobre la secreta trigonometría que se establece entre el pitcher, el catcher y el bateador engatillado,, pero también leo estos textos con la envidiosa admiración de quien esta sentado en el dugout calentando banca sin saber a ciencia cierta cuándo me mandará el Manager Supremo como bateador emergente para algún otro infield cuento, prosa, al jardín izquierdo o para escribir la epifanía de una novela que logre saltarse la barda.

Celebro este libro de Novena por sus textos, pero sobre todo por la iconografía religiosa que lo acompaña. Hablo del arte heterodoxo y divertido de Demián Florees Cortés, sus bats torneados como tornillos de molinillos de chocolate, sus horras alucinantes y sus cuadros que le exprimen todos los colores posibles al lino. No soy crítico de arte. Pero se que siento emoción por el arte de este pintor oaxaqueño, lúcido y lúdico. Me gusta lo que expresa Demián Flores: veo sus cuadros y celebro que ¡por fin!, me encuentro con un pintor que ha hecho en arte travesuras que se ocurrían de niño: ver al Zorro con un bat, tener un pitcher que se pisara los caireles, imaginar que el equipo de los Indos de Cleveland tuviera que jugar con penacho de plumas y los bravos de Atlanta con machete de veras. Son pinturas socarronas y traviesas que le ponen rostro a los bats o que producen una severa inflación en los testículos de un pelotero negro y me encanta la imagen de un pelotero en seda que espera cachar el vuelo de un avioncito de hélice.

Me gusta este arte porque es la iconografía mas imaginativa de una de las pocas religiones que profeso de a de veras, porque no tiene límites aunque respeta las reglas, porque es un juego que destila una adrenalina efímera y al mismo tiempo suscita un tedio hipnótico. Es la silenciosa eternidad que la espera, con infinita paciencia “El fielder del destino“ que pintara Abel Quezada y la cíclica incertidumbre que invade mis sentidos, como si espera la llegada de un milagro, pues no soy más que el hombre, evocado en un poema que creo es de Dyla Thomas, “el hombre que espera a que caiga la pelota que lanzó al cielo cuando era niño“.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Publicado en el periódico Milenio, 2003.